9 de abril de 2016

Heidegger en el Passeig de Gràcia

En su "analítica existencial" Heidegger daba prioridad a la elección por la propiedad, por el arraigo, frente a la opción por el extrañamiento, por el desarraigo, pero para legitimar esta decisión hubo de poner en pie de igualdad a ambas: eran posibilidades igualmente abiertas ante el Dasein. Paseando por el Passeig de Gràcia barcelonés hoy día, puede uno constatar la pertinencia de la afirmación del de Messkirch.

Ante la profusión de tiendas de lujo, que no desmerece en absoluto a los Champs Élysées o la Kurfürstendamm, y el babélico ir y venir de frases en inglés, chino, ruso, español, japonés, catalán, francés o alemán, uno tiene la sensación de haber perdido de vista la Barcelona de su juventud: de vivir en el desarraigo. Contra lo que añora Vargas Llosa ésta sí es, ahora, una ciudad materialmente cosmopolita aunque sea, idealmente, más provinciana que nunca y de esta internacionalización parece que no deba emerger otra cosa que la nostalgia por la aniquilación de lo que nos pertenecía. Sin embargo, atravesar este territorio de impropiedad, de extrañamiento, sentirse extrañado, enajenado, es también estimulante y agradable. Detesta uno la "milla de oro" de la ostentación: Dior, Chanel, Michael Kors, Louis Vuitton... pero los rostros eslavos, los cabellos asiáticos, la musicalidad de las voces latinoamericanas, las pieles sajonas, eso es placentero. Mucho más que aquel Paseo de Gracia por dónde paseaban las viejas ricachonas castellanohablantes de Pedralbes, con sus singulares vestidos hechos a medida, o los integrantes de las élites empresariales y políticas catalanohablantes y sus familias, con sus bronceados pirenaicos, que ocupaban ostensiblemente el centro de las aceras desde donde contemplaban los escaparates mientras los demás caminábamos por el espacio que dejaban libre a sus espaldas. Se supone que aquélla era "nuestra" Barcelona pero no lo era más que lo que la actual lo pueda ser. Si acaso era más monótona, aburrida y groseramente clasista.

Tal vez sea preferible entregarse a la impresión de extrañeza que a una autenticidad que, como fino barniz, se desgasta con sólo pasar la mano.

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