11 de junio de 2021

Retorno a la poesía: Moga

 

Tras una larga temporada lejos de la poesía, ocupado el tiempo en abordar un ensayo sobre moralidad que se ha alargado más de lo previsto así como las sucesivas escrituras y reescrituras del libro anteriormente conocido como Rememoración por fin concluido, hace unos días la emprendí con la traducción castellana de la poesía completa de Herbert. Una buena forma de volver a ella que aun lo ha sido más al reencontrarme, física y literariamente, con Eduardo Moga y leer de un tirón, al mismo tiempo, dos de sus últimos libros, Mi padre y Tú no morirás

Dúo de poetas que se transforma en tríada y, pronto, en multitud, pues de la misma forma que hay dos Herbert bien distintos e incluso varios más conforme se avanza por el volumen, los dos libros de Eduardo pertenecerán fácticamente al mismo autor, pero corresponden a dos poetas bien diferentes aunque se puedan trazar entre ellos proximidades y concomitancias. 

El poeta de Mi padre es sobrio, contenido, crudo y cruel, de un lirismo que casi no es, tal que se podría decir que está próximo a un grado cero de la lírica. En cambio, el de Tú no morirás, se acerca más al poeta torrencial de Insumisión y Muerte y Amapolas en Alexandra Avenue, a ese poeta corporal, avasallador, a ese escritor excesivo y del exceso. Si de Mi padre uno destacaría la fuerza de la cohesión entre el texto y la experiencia, la brillantez del retrato y la insobornable voluntad de verdad, de Tú no morirás, resaltaría la belleza de los poemas que toman como eje de su composición el desamor. Los amorosos no les desmerecen en absoluto, pero tal vez por la enorme codificación del amor en su sentido positivo (como plenitud, correspondencia, presencia o ímpetu) en el repertorio de la literatura castellana, de la que uno confiesa estar saturado, o, especialmente, porque el amor como motivo poético me parece más pobre en matices y detalles, menos flexible y abierto, menos lábil y ambiguo que su contrario -o si se prefiere que él mismo en su sentido negativo, en su dimensión de falta, carencia, ausencia o pérdida-, donde más descuella el libro es en aquellos en que la voz del poeta se entrega al lenguaje de la privación: aquí el segundo Moga (o el primero) resulta, además de persuasivo y convincente, sencillamente, magistral, memorable.

"Soy yo el que anda por el pasillo, sin otra aspiración ni destino que encontrarme conmigo al final del pasillo. Soy yo el que ve las cosas,que, perserverantes en ser cosas, enclavadas en su vuelo, pasan junto a mí. Soy yo el que se adentra en un espacio sin nadie, en el que encarno a todos los seres posibles. Soy yo el que sobrenada en una ausencia en la que solo estoy yo. 

    La taza que sostengo no conoce otra mano que la mía. Ni otros labios. Ni otra sed. 

    El té que bebo es la única realidad del universo.

    Nadie más que yo oye este silencio que se adensa entre paredes de piel y paredes de ladrillo. 

    Mi desnudez no conoce otro escándalo que el que me devuelven los espejos.

    El sudor me amortaja. 

    Ojos, testículos, latidos: míos, solos. 

    El pájaro que canta, y cuyo canto rasga el lienzo azulado de la tarde, comparte mi soledad. 

    También el sol está solo. 

    El yo no es otro: el yo es este agolpamiento de cavidades que me sepulta; el yo, caparazón de sombra, ceñido por quebraduras vertiginosas, me abruma y me desampara; el yo me impregna de sus fluidos sólidos, de su latitud omnipresente. El yo es lo que alcanzo a ver cuando cierro los ojos. La nada se hermosea de tiniebla, una tiniebla rígida: eso soy. La plenitud se vacía y sus sedimentos me acometen: me desordenan. El yo se expande braceando como un lunático: con la venenosa elegancia de una medusa, con sus hilachas hostiles, abraza las estanterías de los libros, y alisa las naranjas del frutero, y se duele de que el reloj funcione, y chilla sin despegar los labios.

    Todo es yo, y nada soy".