Es difícil saber si la comparación entre Hitler y Trump es pertinente. Algunos norteamericanos creen que las diferencias entre el magnate y Hillary Clinton son superficiales y magnificadas por los medios de comunicación europeos. Puede que así sea en parte: la estética e intereses de la mayoría de estos se acomodan más fácilmente a los patricios liberales que a los conservadores populistas. Con todo, también es posible que el arrogante y xenófobo futuro presidente estadounidense lo sea de verdad y que, como ocurrió en Alemania en los años treinta, la descripción marxista sea demasiado simplista e ignore las diferencias entre un matón extremista y una ricachona moderada con el resultado que todos sabemos. Es pronto para saberlo. Lo que sí se puede argumentar, a la luz de lo sucedido en estas elecciones, es que la democracia, por sí sola, no garantiza nada ni es el mejor sistema posible, por definición, abstractamente: la gente puede elegir a un estúpido o a un criminal para gobernarlos como sucedió con el cabo austríaco. Sin justicia social e ilustración, el igualitarismo democrático acaba deviniendo algo puramente formal y, por ello, también falaz.
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