28 de octubre de 2016

Infantilismo

Uno de los pocos méritos de la infausta presidencia de Zapatero, regalada por la soberbia de Aznar y espectáculo de la mentira contumaz de Acebes y los suyos, fue encabezar una legítima revancha en toda regla contra el franquismo y su legado. Del empeño de aquellos gobiernos en "revisar" la historia y recuperar la memoria de los derrotados brotó una narración más bien sentimentaloide en armonía con los tiempos que, pese a sus límites, permitió casi borrar del mapa la derrota republicana y reconstruir pasado y presente. Ahora, a ochenta años vista del alzamiento fascista, se puede decir que la post-posguerra ha sido ampliamente ganada por aquella República que en su momento fue militarmente derrotada y luego perseguida y casi aniquilada. Asimismo, nostálgicos, católicos ultramontanos, anticomunistas y conservadores, que simpatizaron - y simpatizan - tibia o intensamente con el régimen del Caudillo, han sido barridos del horizonte hegemónico de la opinión pública: sus banderas, espectáculos taurinos o músicas, para no hablar de sus éticas y estéticas paramilitares, han sido arrinconadas y casi se podría decir aplastadas bajo el intenso "sentir común" renovador que ha impregnado la opinión pública

No obstante, este incontestable triunfo no tiene el sabor que debería tener, al menos para quien escribe. No es que sepa distinto porque se haya obtenido fuera del campo de batalla lo que no se puedo conseguir en él, una satisfacción vicaria que arguye por ejemplo un amigo "de derechas" para despreciar el incontestable giro que se ha dado en los relatos de autocomprensión dominantes en "su" España, sino porque tiene escaso espesor: es superficial, leve, mínimo, de carácter "espectacular" (Debord), hasta cierto punto publicitario. No es una victoria sólida, sedimentada en el tiempo y sustentada en la reflexión y el conocimiento, sino en la espontaneidad y lo efímero: en una cierta "moda". Una muestra de esta trivialidad ha sido la bochornosa controversia que se vivió en Barcelona la semana pasada con ocasión de la exposición Franco, Victoria, República. Impunidad y espacio urbano y la exhibición de una estatua decapitada del generalísimo de todos los ejércitos habidos y por haber. Contemplar a probos ciudadanos, acerca de cuyo valor cívico bajo su dictadura quizás podrían oponerse algunos reparos, lanzando huevos, pintando y gritando al fantasma del cruel ferrolano y, de paso, cargando contra el Ayuntamiento que organizaba la muestra, considerándolo poco menos que cómplice de su retorno simbólico, no ha sido precisamente edificante por no decir algo peor. Que una instalación diseñada para contribuir a la comprensión de los últimos setenta y cinco años de la historia de España y de Catalunya sea despreciada reduciendo su contenido a un icono que, por demás, es tomado como espíritu realmente existente, como física encarnación de un mal ya desaparecido, es un ejemplo del pensamiento mágico que satura cierta izquierda, romántica e irracional, y de lo fina que es la capa bajo la cual se pretende sepultar el fascismo español y sus efectos: quien ignora con tanta facilidad la historia tiene muchas posibilidades de volver a repetirla.

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