26 de septiembre de 2009

Campos de concentración, juicios por crímenes de guerra: un nuevo argumento contra la singularidad absoluta del Holocausto




La tesis de la singularidad del Holocausto puede ser comprendida de una manera moderada o bien absolutizada hasta el punto de convertirse en un dogma que impida, en el futuro, reconocer constantes, atribuyendo a la excepcionalidad su irrepetibilidad. En ese caso, el entendimiento crítico podría ser tomado, de nuevo, por sorpresa.

Más allá de si es una aseveración eurocéntrica (que también probablemente lo es) y recurso de cierta intelligentsia literaria -que se unta con un ligero barniz de tópicos para evitarse una reflexión cuidadosa que lleva su tiempo y requiere de muchos matices-, uno de los riesgos de la tesis es que, obviando unos datos históricos en beneficio de otros, nos predisponga a un juicio trivial, aplanador, que nos deje indefensos ante numerosos acontecimientos presentes, pasados y futuros.

Por ejemplo, afirmar la singularidad del exterminio en masa nacionalsocialista y situar su etiología en "Occidente" sin introducir, como factor de corrección o examen, el hecho de que, por ejemplo, en Ruanda durante la primavera de 1994, y en pocas semanas, más de 800.000 tutsis y hutus moderados fueron masacrados valiéndose de medios poco sofisticados (como el machete), podría ser imprudente y contribuiría a seguir dando pábulo a algunos relatos mistificadores de esa supuesta entidad llamada "La Cultura Occidental" (postulada como evidente y aceptada acríticamente) cuyo modo de existencia físico y moral debería, al menos, ser objeto de un minucioso análisis.

Pero no es necesario remontarse hasta las abstracciones. En la Guerra de Secesión estadounidense (1861-1865) los prisioneros de guerra eran normalmente recluidos en campos de prisioneros (o de concentración). El de Andersonville, abierto por los confederados en 1864, tiene el dudoso honor de ser uno de los primeros campos de exterminio por inanición de la Historia -pues seguramente ha debido haber otros antes, en otros lugares-.

Sin barracones ni instalaciones de ningún tipo, su comandante, Henry Wirz, no permitió construcción alguna para proteger a los internos salvo la empalizada que servía como muro, el campo era una extensión pantanosa en gran parte plagada de agujeros cavados en el suelo en los cuales se guarecían los presos yankees.

"La única agua potable con la que contaban era la que podían recoger con sus ropas cuando llovía. En la parte interior del campo, a unos seis metros de la empalizada, se levantaba una pequeña valla de madera que marcaba la llamada 'línea de la muerte'; si un interno se atrevía a traspasarla, era tiroteado de inmediato por los guardias que vigilaban desde las torretas" (Jesús Hernández. Norte contra Sur, p191).

De los 45,000 soldados de la Unión que fueron recluidos en él durante los poco más de seis meses en que estuvo abierto, más de 12,000 murieron en deplorables condiciones.

Tras la derrota del Sur, Henry Wirz fue juzgado en Washington por "asesinato en en violación de las leyes y costumbres de la guerra", condenado a muerte y ahorcado el 10 de noviembre de 1865.

¿No percibimos un cierto "aire de familia" (Wittgenstein) en el relato?

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