Hace unos días Esteban Gutiérrez, en la presentación de
La enfermedad del lado izquierdo (Eutelequia, 2011) en Barcelona, decía que se daba por satisfecho si el lector pasaba un par de horas agradables con la lectura de su novela y, si era posible, en compañía de una copa de buen vino.
Y, antesdeayer, uno decidió seguir el consejo de su amigo pero hubo de acompañar la lectura con unas hierbas digestivas en vez de, como hubiera deseado, un buen Syrah o un Merlot. He de decirte Esteban, a modo de descargo, que el día anterior tuvo la culpa: una recién pescada dorada monumental a la sal y un par de botellas de Chardonnay dejaron el sistema digestivo bajo mínimos.
Con todo, pese a que el maridaje era de lo menos adecuado (o no, a tenor de la cosmovisión de uno de los personajes protagonistas de la novela), me estiré en una hamaca, a la sombra y al olor del jazmín revivido tras estar a punto de ser aniquilado por la hiedra con la que compartía tierra, y pasé dos horitas placenteras con
La enfermedad del lado izquierdo.
Uno podría hablar de los diferentes niveles de lectura del texto, de sus guiños, de sus múltiples tramas e hilos abiertos, de su construcción cinematográfica, de su dependencia estructural del relato breve que con tanta maestría cultiva Esteban, del acierto de los múltiples espacios de indeterminación (Iser) que festonean la narración, etc. Podría intentar hacer ese tipo de crítica literaria pero desmerecería el que uno cree que es el gran logro de esta obra y se prestaría, como siempre, más a ocultarla y hacer presente al crítico que al revés que, en este contexto, es lo que uno pretende.
Y puestos, ese logro no es otro que ser capaz de proporcionar, en cien páginas, un gozo y un placer que hace que uno se reconcilie con ese papel de lector confiado y receptivo que tantas veces olvida en beneficio del acopio de cultura clásica, la búsqueda de formas e ideas o, simple y tristemente, el cumplimiento del deber de estar "a la última". Desde que uno leyó
El plantador de tabaco de Barth no había disfrutado tan "naturalmente" de una novela. Incluso el placer de
El Don apacible es cualitativamente distinto y eso no implica la estupidez de colocar este trío de obras al mismo nivel, siquiera subjetivamente: uno está hablando de la clase de goce subjetivo que le han suministrado.
El goce próximo a la inocencia, a la transparencia, a la inmediatez, el goce reconciliador que produce intelectualmente y gracias a la ironía y a una extraordinaria y complea trama Barth no tiene nada que ver con el goce del requiebro, de la dureza, de la violencia, el goce discordante de la aparentemente simple obra de Shólokhov. Y es en el camino de la primera donde se inserta, en el modesto juicio de uno, la novela de Esteban.
He leído, he gozado con la lectura y he experimentado (por poco tiempo gracias a Dios) el arrebato de la reconciliación con uno mismo, con la literatura, incluso con el mundo, y sobre todo con las personas, dejándose llevar por Esteban. Incluso ha logrado algo difícil: que soportara la irrupción del conglomerado
new age,
hippy, en una narración en la que tiene un papel secundario pero desencadenante y que, por tanto, dista mucho de ser puramente decorativo, lo cual aun hubiera sido tolerable. Que no me levantara, que no cediera ni a los prejuicios ni a los mecanismos de identificación y aceptara ver chakras, reikis y otras mandangas discurriendo por la vida del bueno de Pascual , el protagonista principal, y los aceptara como disparaderos de su reeducación sentimental es una muestra de la capacidad de seducción bondadosa y amable de este estupendo cuentista que es Esteban. Pues, finalmente, uno tiene la impresión que de eso se trata y no de otra cosa: de contar un cuento, una historia, para reconciliarnos, siquiera un instante, con una existencia marcada por el desquiciamiento, el conflicto y la falta de compasión.
Y eso, no es poco: es más de lo que la inmensa mayoría de los autores patrios contemporáneos y consagrados, en prosa y poesía, que he leído en los dos últimos años, ha conseguido. Que se guarden sus distinciones simbólicas o pecuniarias, Esteban. Muy pocos me han hecho disfrutar un par de horas con palabras.