20 de mayo de 2009

Antonio Orihuela: "Libro de las derrotas"




A quienes conocemos la poesía de Antonio Orihuela, una poesía de tremenda dureza que no se sirve ni de recursos "malditos" ni de provocaciones estandarizadas como "transgresoras" (y pienso ahora en espectaculares bobadas como el pijiprogre Odio Barcelona de Eloy Fernández Porta & Co.) , teñida hasta las comas de una afilada lucidez, no nos extraña que viva en la marginalidad del asteroide literario aunque sea un autor de culto.

Probablemente como ensayista no corra una suerte distinta: su fiera brillantez y su reflexión austera no son del agrado de los grupos editoriales. En esta sociedad del espectáculo no tiene un sitio central porque es un autor realmente incómodo, que suscita el escándalo sin carnaval y no hace concesiones.

Su Libro de las derrotas. Ensayo sobre el conflicto desde la teoría del bricolaje. (La oveja roja, 2008) es un buen ejemplo de ello.

Un texto excelentemente escrito que puede alcanzar, en el espacio de breves páginas, momentos de auténtico lirismo seguidos de otros de descarnada sordidez y pasar del humor a lo tétrico en unas cuantas líneas. Texto reflexivo, autocrítico y complejo. Collage fragmentario que, sin embargo, no se instala en el rechazo a las grandes narrativas como justificación a la pobreza, a la miseria de un pensamiento que abdica de sus posibilidades una vez conocidos sus límites: que se bloquea ante la "falsa infinitud" que denunciaba Hegel.

De entre todas las virtudes del libro destacaría dos entre muchas otras: la plasticidad tragicómica de las escenas y la honestidad que impregna su discurso.

La plasticidad y el humor que destilan algunos de las instantáneas que desfilan por las páginas llegan a condensaciones memorables como en el relato ("Turismo") de la estancia de Federica Montseny en Granada el 10 de agosto de 1932 para pronunciar una conferencia coincidiendo con la respuesta obrera y campesina al levantamiento de Sanjurjo en Sevilla. No menos tragicómica es la discusión sobre la muerte de Durruti ("Las siete muertes de Durruti") que revela la comunidad de intereses hagiográficos entre fascistas y republicanos "porque el mito ayuda a bien morir". Eso por no hablar de sus sencillas y contundentes exposiciones sobre las condiciones económicas de la actualidad (excelentes "Otra reforma laboral" o "Pelotazos") en las que tanto se dice sin necesidad de recargo. Algunos no podemos sino sonreír mientras se murmura una serie bien engarzada de exabruptos.

Pero también éste es un libro, ante todo, honesto. Y la honestidad se objetiva: no es sólo una excelencia de su autor (que también) sino una variable que se deduce del recorrido y la estructura del texto.

Amparándose en una específica utilización del excursus sobre el "paradigma" del bricolage que Lévi-Strauss describió en La pensée sauvage para explicar las estrategias del pensamiento "mítico" y que Derrida y otros extendieron después, a modo de tropo, al pensamiento que trataba de sustraerse a los principios rectores de la tradición metafísica, Antonio Orihuela contruye una narración sin eje, discontinua, atemática, sin sujeto ni centro, que salta de espacios a tiempos, entre tiempos, entre espacios, y de tiempos a espacios.

Construcción heterológica hasta casi el límite. Bricolage de elementos dispares: unión transitoria, accidental, no substancial, de diferencias. Autómatas, Federica Montseny, Franco, la Gran Guerra, la lógica del Capital, la fiesta y la revuelta, la búsqueda del tesoro, la propaganda, La Rábida, Durruti...

Y, sin embargo este texto que celebra la diferencia y que parece apostar por lo radicalmente otro al inicio se vuelve, en su conclusión, hacia una evidencia: no puede accederse a la diferencia pura.
No hay discurso de lo puramente otro. La diferencia en su absoluta diferencia no puede ser pensada. Siempre lo es desde, o con, la identidad. Contaminada por ella, en cualquier caso.

El libro de las derrotas descubre que la búsqueda del tesoro confiere a lo dispar una cierta unidad, como la conceden el conflicto, la derrota, los oprimidos, la lucha... Que aunque la Historia no sea Una, hay historia y hay historias siempre: "porque esta es la Historia de nunca acabar, una Historia que continúa". Y esta reformulación, crítica con el inicio, es una muestra de honestidad. Lo más fácil hubiera sido seguir con la farsa: el espectáculo de Anagrama, el sketch. Y, al ver un argumento que se hila entre los gags, apartarlo para acabar con una traca de samples finales. Todo muy in. Pero Antonio renuncia a la trampa.

No nos miente.

Por último, no estoy seguro de que se rinda ante la conversión del libro de Enzensberger en máxima: frente a aquellos que piensan que El corto verano de la anarquía es metáfora y metonimia de una ideología que, en su propia naturaleza, lleva inscrita el horizonte regulativo de una edad de oro o una parousía y no puede más que vivir en cortos veranos, los permitidos por los libros que las Corporaciones publican mientras se balancean en sus poltronas universitarias, Antonio no es un creyente. Puede que su ética le lleve a pensar la brevedad del estío, pero no a resignarse.