20 de octubre de 2013

Lectura de "Minima moralia" (I)

 

Durante el mes de julio, uno recobró de su pasado la experiencia de la lectura de una majestuosa construcción filosófica de lo real: la extraordinaria reproducción de lo existente y lo no existente mediante el uso principal, que no exclusivo, del concepto. En uno de los poemas que se incluirán en Contra Visconti, traté de rememorarla asociando la lectura de Sein und Zeit de Heidegger a la de The Lord of the Rings de Tolkien. Detrás de la trama del poema no están sólo las cercanías temáticas, conceptuales o estilísticas entre ambas obras, sino también una proximidad en la experiencia subjetiva del receptor acerca de la producción de mundo a partir de la figura (tropo o personaje) y subsidiariamente del concepto, en el caso del inglés, o de éste y secundariamente de la figura, en el caso del alemán. En ambos casos, para uno puede hallarse una producción de realidad vasta, articulada, consistente y, casi se podría decir, completa.

Esta experiencia desde Heidegger, y antes, por supuesto, siempre, de La ciencia de la Lógica de Hegel, no había vuelto a repetirse hasta que a principios de julio abrí Totalidad e infinito de Lévinas. Fue la grandiosa lectura de este texto ambicioso, y clásico al modo tradicional del empeño filosófico, sobre la que habrá ocasión de hablar otro día, la que me llevó a seguir en agosto con más textos filosóficos. Y de entre ellos, destacaría Minima moralia de Adorno, que Clàudia me regaló para mi 49 aniversario, pues ofrecía una nueva oportunidad de ajustar cuentas con un pensador al que uno adoró en su juventud y que con el paso de los años se ha ido, lamentablemente, empequeñeciendo. Teniendo en cuenta que había realizado unas observaciones sobre él para Yeray, que provocaron algunas interesantes conversaciones en casa, y que quería volver sobre algún texto suyo para cerciorarme de lo adecuado o inadecuado de las impresiones que había escrito, el presente no pudo ser más oportuno y en cuanto pude tomé la obra de Adorno.

Y lo primero que a uno le viene al teclado después de unas semanas es que, pese a que la prosa de Adorno conserva el embrujo propio de la retórica metafísica continental y que por sus páginas resuenan, extraordinariamente bien trabadas, las arquitecturas conceptuales de Kant, Hegel, Husserl, Marx, Nietzsche o el psicoanálisis, en muchas ocasiones tras esa belleza que opera a modo de velo de Maya uno encuentra menos de lo que se promete. Ahora, en esta época, hallo más liviandad y menos brillantez que hace treinta años.