14 de noviembre de 2014

Un poema de Eduardo Moga


Hace unos días coincidió el anuncio de la presentación de El corazón, la nada, la antología de la poesía de Eduardo Moga, en Barcelona, a la cual asistí y en la que disfruté del dominio que Eduardo tiene de esa herramienta tan basta y sutil al tiempo que es el idioma y de su capacidad de utilizarlo no sólo con ingenio, que le sobra, sino también con inteligencia, con mi lectura del volumen. Entonces preferí abstenerme de mencionar esa casualidad pero hoy, a destiempo, como hace uno a menudo, puede recordarse. La poesía de Eduardo está, en cierto modo, al menos formalmente, en las antípodas de la que uno acostumbra a cultivar pero no de la que uno está aprendiendo a apreciar con la edad. Es cierto que el barroquismo de supermercado, el irracionalismo y el "a ver quién la dice más gorda" siguen sin conquistarme como lector pese a los años pero ello no equivale a que muchos buenos poemas irracionalistas, herméticos o barrocos no me resulten admirables, hermosos o den a pensar y a sentir. Es lo que sucede con los que hasta ahora he podido leer de Eduardo, al que además no puedo encajar fácilmente en niguna de estas categorías: lejos de la caricatura del hiper o del combinar lo incombinable como si jugáramos a la ruleta, hay bastantes de esos que uno hubiera querido escribir, criterio estético de primera magnitud y prudentemente objetivo a mi entender, lo que supone que, a despecho de la distancia, le reconozca a su obra un valor que trasciende la distancia entre nuestras prácticas textuales.

"QUÉ dentro hay un sol, Cómo grana en el ataúd
invisible del cuerpo, Cómo arraigadamente
 brilla, con qué penumbra de asombrado meteoro,
con qué óptima quietud. Bosques en vilo esperan,
junto al acantilado, que se vacíe el fuego
que impregna la noche. Es la tea, cerrada,
que regresa; es el rayo inverso que revela
con su voz seminal las posibilidades
del hielo. La ceniza se desangra, El cereal,
acercándose, busca gargantas donde hurtarse
a las ardientes lluvias, cimientos para el puente
que solo han de pisar los vivos, los inermes,
los que han sanado. Toros que respiran como arcos
tensados: aún no. Acérrimos caballos
que optan por el seísmo: no. Agua que se vertebra,
como un súbito cuello, o clavos que la hieren:
todavía no. Tierra sin sexo que ofrece
su vuelo, su lentísima energía, a los árboles
impacientes; penínsulas faltas de sol y omóplatos,
donde vertiginosos peces, inacabados
todavía, ignoran el fluir de los sudarios.
Es demasiado pronto para el tiempo. Los líquenes
crecen en las saetas disparadas. Los fetos
brotan como cardumen y esbozan fidelísimos
músculos, pero encuentran, antes de concluirse,
su cadáver exacto. Los galápagos son
jóvenes como el frío. La carne es un minúsculo
tren. El cielo se va. Los ojos, detenidos,
son jazmines sin ímpetu. Solo un viento de huesos
que protestan agita los cuerpos indecisos
para que vean cuántas ruinas en el latido,
con qué germinación las sombras cristalinas
vuelven a su semilla, El silencio contiene
silencio de mar, pétalos de explosiones, eclipse

de volcanes, fusiles que relinchan, cerveza
inaudible; designa los sonidos, los piensa
con paciencia de miel, con terquedad de proa
como si fueran, ay, el aire de un insólito
cadáver o las ígneas mieses en cuyas simas
se enamoran las águilas. Silencio del ahogado:
de él se eleva la lluvia, en él cura las llagas
que en su cuerpo disperso han abierto los mástiles.
dentro, en sus inminentes cavidades, aliento
de río, arrasadas rosas, himnos de múltiples
brazos donde los párpados no son atravesados
por partículas de hambre, sino que atacan, caen,
llueven, ríen, agónicos, hasta que solo advierten
la más lúcida nuez, las llamas del insomnio
y del barro. Las células nacieron de un naufragio,
de un motor súbitamente fecundado, de un puma
que oía las sombras. Después, con temblor de ola
o de buey, alcanzaron el núcleo feroz,
las raíces del mármol. Y de él, casi poema
ya, surgieron lagares, peces, sal, proteínas,
derrumbamientos, hombres, nieves decapitadas.
El sol no se paraba; sus espinas rozaban
los ojos antiquísimos como el molusco toca
la espuma: sin que gima ni un pómulo, sin que huya
ni un solo cabello de su tierra dorada.
Los cuerpos existían antes de construirse
y se hacían visibles al trasluz de las lenguas:
sus huesos eran pactos; sus córneas, bisagras;
y los rostros que habían de contemplar los frutos
de la noche, de oler el sándalo en la boca
amada, aparecían como efímeros peces
en las habitaciones selladas. Cuánto acero
carnal. Cuántos caballos en las gotas de lluvia.
En los arroyos, cuánta neurosis. Cuánto pie
en las serpientes, cuánta amputación de estambres
para que en un solo éxodo se alíen los metales.
Cuántos nardos que humean, cuántos aerolitos
acallando el rumor del yodo, cuánto afán
para que el pan se subleve, cuanto jade ablandándose.
Mas la realidad ansia su principio.
Dientes ensimismados quieren, en el silencio,
librarse de su dura transparencia. Como ellos,
los animales buscan su materialidad,
que el agua sea su orden, que las vaginas recen,
que la tierra se anegue de sus rectos latidos.
Lo soñado desea florecer en los templos,
abandonar su núcleo de sombras inflexibles,
sus átomos de sombra donde los hombres besan
a quienes ya no tiene cuerpo y las palabras
derrotadas aprenden el diámetro del fuego.
La azucena persigue sus sótanos; el cielo,
su forma, su basalto; la respiración quiere
ser nombrada o heñida, como el barro o los senos (…)

(Fragmento inicial de La luz oída, p25-27).

Nota: Jordi Doce califica la poesía de Moga como "torrencial" que, por cierto, fue el primer adejtivo que a uno se le ocurrió tras leer el primer poema de la Antología. Al final de ella, quizás le haga tanta justicia poética, no crítica, considerarla también como "borrascosa"  para incluir la sensación de ventolera, de racha de viento que, en otros momentos, se transforma en brisa para remontarse hasta la ventisca. Agua y viento. Faltan aire y fuego pero seguro que los puede uno encontrar entre sus versos.