27 de diciembre de 2013

El fantasma de Derrida (I)


Durante el viaje a Valencia, como comenté, el espectro de Derrida me acompañó. La intensa y continua lectura de las casi setecientas páginas de la biografía de Benoît Peeters traducida al español por Gabriela Villalba hizo que Derrida fuera una presencia más viva que la de los poetas que quería conocer y a los que, finalmente, no vi. Fueron muchas horas seguidas al lado de cierto Derrida, de su fantasma como para que no estuviera, al final, más cerca de él que de cualquiera de los vivos incluído uno mismo. El francés estaría encantado de que su huella le sobreviva de esta manera, él que tanto sacrificó al "deseo testamentario":

"Mais alors, en revanche, dans mon anticipation de la mort, dans mon rapport à la mort à venir, dont je sais qu’elle m’annihilera et qu’elle m’anéantira totalement, il y a souterrainement le désir testamentaire, c’est-à-dire le désir que quelque chose survive, soit laissé, soit transmis – un héritage ou quelque chose à quoi je n’aspire pas, qui ne me reviendra pas, mais qui, peut-être, restera…" ("Dialogue entre Jacques Derrida, Philippe Lacoue-Labarthe et Jean-Luc Nancy").

De hecho, la sombra de Derrida, su fantasma, lleva muchos años acompañándome. Cuando uno empezó la carrera de Filosofía sólo sentía pasión por Marx, Hegel y Zubiri. Pero el segundo año, Francesc J. Fortuny, al cual está dedicado el poema "El club de los poetas muertos" de Las vidas de las imágenes, el único profesor que fue un auténtico maestro, nos llevó de la mano de Cicerón, Escoto Eriúgena y Ockham hasta el pensamiento francés. Y fueron Foucault y Deleuze, especialmente el primero, los que reemplazaron al de Jena y al vasco con rapidez. Hacia el final del curso también apareció, tímidamente, un tal Jacques Derrida que semejaba más grande aun que aquéllos pero por su grandeza parecía demasiado lejano. Mientras que la prosa de Foucault seducía con ferocidad, la de Derrida era menos brillante, más opaca. El primer texto suyo al que me acerqué (De la gramatología) no soportaba la comparación con el memorable comienzo de Las palabras y las cosas:

Mientras que Derrida escribía, "Este triple exergo no está sólo destinado a llamar la atención sobre el etnocentrismo que tuvo que dominar siempre y en todas partes, al concepto de escritura. Ni sólo sobre lo que denominaremos el logocentrismo: metafísica de la escritura fonética (por ejemplo del alfabeto) que no ha sido, fundamentalmente, otra cosa que -por razones enigmáticas, pero esenciales e inaccesibles para un simple relativismo histórico- el etnocentrismo más original y poderoso, actualmente en vías de imponerse en todo el planeta", Foucault optaba por "Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar al pensamiento —al nuestro: al que tiene nuestra edad y nuestra geografía—, trastornando todas las superficies ordenadas y todos los planos que ajustan la abundancia de seres, provocando una larga vacilación e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo Otro."