9 de mayo de 2012

Solzhenitsyn y el exceso (y VIII): una apostilla a E.H. Carr en defensa de Solzhenitsyn y la literatura


Con todo, para ser justos con Solzhenitsyn en particular y en cierto modo con "la literatura", hay que decir que si bien E. H. Carr resulta más mesurado y atento a los matices, menos maniqueo, más equilibrado y más satisfactorio cognoscitivamente hablando, no conmueve y puede acabar generando en el lector una actitud fría y distante, propia del erudito o del historiador. En este sentido teniendo en cuenta su oficio y propósito no cabe, en el fondo, semejante reproche en cuanto tal pero sí se convierte, indirectamente, en un elemento de defensa de la tarea del ruso.

Carr no oculta, en absoluto, la criminalidad del régimen de Stalin en La revolución rusa. De Lenin a Stalin, 1917-1929 pero su estilo académico es incapaz de transmitir la magnitud de la tragedia humana que desencadenó el régimen criminal de Stalin:

"Los horrores del proceso de colectivización, de los campos de concentración, de los grandes procesos teatrales, y de la matanza indiscriminada, con o sin proceso, no sólo de quienes se le habían opuesto en el pasado, sino también de muchos que le habían ayudado en su ascdenso hacia el poder, acompañados por la imposición de una ortodoxia rígida y uniforme sobre la prensa, el arte y la literatura, la historia y la ciencia, y por la supresión de toda opinión crítica, dejarían una mancha que no podrían borrar la victoria en la guerra o sus secuelas" (p220-221).

Y leído así, deprisa, en medio de una evaluación general a modo de conclusión sobre la revolución rusa a uno le parece que pocos pueden representarse, con esta parquedad de medios expresivos y la neutralidad de la breve descripción, algo del incomparable horror que destruyó las vidas de millones de seres humanos ni siquiera lejanamente. En eso Solzhenitsyn obtiene una ventaja incomparable y valida la comprensión del artefacto literario no sólo como instrumento de conocimiento vinculado a la verdad en el que tanto uno insiste en estas páginas, sino también como actante de una específica experiencia estética, como afirmaba Jauss, que es “tan efectiva como la intuición utópica y el reconocimiento retrospectivo, y completa el mundo incompleto, tanto al plantear futuras experiencias como al conservar las pasadas, que se perderían para la humanidad si no fuera por la literatura y el arte que las explican y las convierten en monumentos (...) En su aspecto comunicativo, la experiencia estética posibilita tanto el usual distanciamiento de roles del espectador como la identificación lúdica con lo que él debe ser o le gustaría ser; permite saborear lo que, en la vida, es inalcanzable o lo que sería difícilmente soportable; ofrece un marco ejemplar de relaciones para situaciones y funciones, que pueden adoptarse mediante una mímesis espontánea o una imitación libre, y, por último, ofrece la posibilidad –frente a todas las funciones y  situaciones- de comprender la realización en sí misma como un proceso de formación estética”(Experiencia estética y hermenéutica literaria, p32).


Gracias a Solzhenitsyn, más que a Carr, estamos en condiciones de acceder a la posibilidad de la experiencia de un sufrimiento oceánico, vasto e inabarcable, que, de otra manera, nos estaría vedado y tal vez no nos podría suficientemente en guardia contra los peligros de la utopía totalitaria.