10 de febrero de 2012

Garzón

La sentencia del Tribunal Supremo que inhabilita a Garzón suscita enconadas valoraciones que, a menudo, pecan de simplistas. La de una persona tan equilibrada como Gregorio Luri, generalmente mesurado y sobrio, que acaba proclamando un "Me siento más libre" como consecuencia de la condena, se coloca a la misma altura que la del catedrático de Derecho del Trabajo, Joaquín Aparicio -que recoge José Luis López Bulla en su Blog y que le ha llegado a uno por correo electrónico- que afirma que hoy "los corruptos brindan, los fascistas ríen y los demócratas sufren".

Uno, que se considera demócrata -más que nada en el sentido de preferir que la soberanía recaiga en todos y cada uno de los ciudadanos de una comunidad dada-, no sufre hoy especialmente , como tampoco se siente más libre y recuerda que hace cinco o seis años un prestigioso abogado de estos pagos, con abundantes contactos en Madrid, comentaba que mucha gente de la carrera le tenía ganas a Garzón. No sólo adversarios ideológicos (jueces de simpatías ultraderechistas) o excompañeros de viaje (jueces "progresistas" que no digirieron sus vaivenes con el gobierno de Felipe González desde el Ministerio hasta la investigación de los GAL) sino jueces, fiscales y abogados normales y corrientes perjudicados por sus deficientes y aceleradas instrucciones. Si estas frágiles instrucciones lo eran por la búsqueda de la mayor eficacia a través de la velocidad o por vanidad o por incompetencia, no cambia el hecho de que mucha gente en el mundo judicial le tenía unas ganas diríamos "técnicas", laborales que daban el cemento sobre las cuales las otras podían aguantarse.

De ahí que no es de extrañar lo sucedido sin prejuzgar la legalidad o no de la sentencia que, la verdad, poco le importa a uno: hay sentencias más dañinas para la gente de las cuales poco o nada llegamos a saber.

Lo que sí parece claro es que la hybris pasa, tarde o temprano -ya lo sabían los griegos-, factura.