2 de septiembre de 2011

La jamonería



Cerca del mercado hay una jamonería que le reconcilia a uno con los tenderos. Al fondo del establecimiento se abre un pasillo, perfectamente visible desde cualquier parte del mostrador, flanqueado por estanterías con productos tanto de limpieza como envasados. Conduce a una sala con dos mesas abatibles de pared dispuestas una detrás de la otra y unas cuantas sillas alrededor.

Si uno va temprano, antes de las nueve, puede encontrarse a los cinco dependientes y al propietario desayunando juntos en ese espacio. Es lo de menos si hay armonía o no. Lo que uno diría que más cuenta es que, por un lado, se hacen sus bocadillos con el pan y los embutidos de la misma tienda. Es decir, el desayuno, como antaño, corre de cuenta del propietario. Asimismo, éste come con ellos y de los mismos productos: los propios. Por otro lado, también cuenta el hecho de que cuando llega un cliente, el que escribe en este caso, cualquiera de los dependientes, una de las tres chicas jóvenes, la señora mayor y casi sorda de más de sesenta años o el cuarentón metódico y escrupuloso, se levanta con parsimonia y acude sin que se observe ningún nerviosismo por parte del tendero. Es más, hay ocasiones en que se demoran un poco sin que nadie parezca considerarlo anómalo: es tiempo de desayuno, aunque sea en una hora en que afluye la clientela más madrugadora.

Esta actitud flemática a veces enerva a algún cliente ya acostumbrado al ritmo eficiente de la venta y desconocedor de esa vieja costumbre de desayunar en el lugar de trabajo y ser tolerante con los empleados en su tiempo de descanso. La respuesta del dueño, al menos en la ocasión en que presencié una escena de esta índole, fue invitar al comprador a probar un queso manchego recién recibido.

Un día, hace dos o tres meses, mientras me estaba atendiendo una de las chicas y el tendero jefe examinaba unos jamones y movía con calma un montadientes juguetón, ya desayunados, apareció un mendigo. Pedía comida. No le ofrecieron jamón de bellota pero no se le negó un bocadillo. Ayer, apareció otro y también se le ofreció: podía escoger entre mortadela, jamón dulce, catalana o butifarra de huevo. Cierto, nada de lujo. Pero no es menos cierto que por lo que parece nunca se le niega pan a quien entra en esa jamonería a pedir. O por lo menos uno no ha sido testigo de ello.