13 de abril de 2010

13 de abril de 2010: en Madrid (I)


Este fin de semana estuve en Madrid. La razón inicial era laboral y ocupó todo el viernes y la mañana del sábado. Después de comer tuve, sin embargo, todo un día para disfrutar de la villa. Vayan por delante mis disculpas a todos aquellos a los que tenía pensado llamar para intercambiar unas copas y poemas. Me dejé el móvil en Barcelona (lapsus freudiano) y no hubo nada que hacer. Lo peor es que no me apercibí hasta que me quité la chaqueta en la habitación. Lo dicho: perdón Esteban, Mª Jesús y José.

Nunca he escrito sobre ciudades: ni me ha gustado ni lo he considerado adecuado. La literatura "ciudadana" aunque ha proporcionado extraordinarios textos (y pienso ahora mismo en Joyce o Dos Passos y, aunque no quede demasiado bien decirlo, en La ciudad de los prodigios de Mendoza) tampoco es santa de mi devoción y la considero más un constructo de la crítica literaria que un auténtico actor artístico.

Siempre he creído que una ciudad, por mucha retórica política y turística que se quiera, nunca es "una". Y tampoco he creído que detente una entidad metafísica o espiritual al margen de todos y cada uno de los ciudadanos, edificicios, calles, redes de servicios, equipamientos, etc. que la componen.

Sin embargo, en este fin de semana creo que he entendido por qué algunos autores a los que admiro y respeto hablan de algunas ciudades como si tuvieran vida propia y cómo pueden tratarlas como motivos artísticos. El asunto parece sencillo si descartamos la estupidez nacionalista o la charlatanería rústico-turística fomentada por los equipos municipales.

Me da la impresión de que cuando uno alcanza cierta edad, el cúmulo de experiencias asociado a ciertas ciudades empieza a ser demasiado amplio como para poder relatarlas aisladamente a riesgo de aburrir a los que te acompañan y a tí mismo. Hablas entonces, por ejemplo de "Madrid", como económica metáfora (o metonimia) en la que se condensan vivencias, acciones, pensamientos, personas, objetos, etc. que se han ido apilando en la memoria y que, en función de la situación, agrupas parcialmente bajo el tropo para ahorrar tiempo y matices.

Y es que hay que decirlo aunque duela reconocerlo: porque ni uno mismo se aguanta ya la enumeración de anécdotas, sensaciones o pensamientos que han acontecido en esa ciudad o que tienen que ver con ella.

A fuerza de querer evitar la repetición debes dar vida a una criatura que agilice la narración. Una razón literaria, al fin y al cabo.