25 de enero de 2010

25 de enero de 2010: "Der Untergang"


Dejé pendiente desde el jueves un comentario sobre la revisión de "El hundimiento" (Der Untergang) de Hirschbiegel.

En su momento leí el reportaje de Jacinto Antón "Días de guerra en Berlín" (El País Semanal, 24 de abril de 2005), en el que se recogían algunas opiniones del historiador Antony Beevor sobre la película que me parecieron excesivamente puntillosos. Cuatro años después me parece que se queda corto.

Decía Beevor:
"Bruno Ganz está soberbio. Pero se pueden criticar cosas. Hay gente que se queja de que Hitler aparezca como ser humano. Eso no es lo que me preocupa; de hecho, sirve para entender por qué tantos alemanes se sintieron atraídos por él. En cambio, ver a asesinos como Mohnke tratados como héroes me ha conmocionado. Incluso un personaje terrible como Fegelin (sic), el general de las SS cuñado de Eva Braun, cae bien en la película, es simpático. Hay grandes diferencias entre las necesidades del director y las de los historiadores. Y eso es particularmente inquietante cuando la mayor fuente de información popular sobre el nazismo proviene del cine y la televisión, pues, desgraciadamente, son minoría los que leen libros. Para los alemanes, El hundimiento es la versión definitiva de Hitler. Lo peor del filme es, paradójicamente, lo bueno que es. En las películas de los años cincuenta era fácil ver que aquello era ficción. Ahora es todo tan realista que la gente piensa que es historia... y en cambio todo aquello tuvo un lado grotesco que no aparece en la película. Uno de los SS del Leibstandarte en el búnker, Misch, al que entrevisté, me dijo que uno de los que habían dispuesto la pira de Hitler le espetó: ‘El jefe está ardiendo, ¿quieres subir a verlo?’. Hubo humor negro y faltas de respeto –le robaron el reloj al cadáver–, y en el filme, en cambio, se muestra como la caída de un gran guerrero. No digo que sea un filme neonazi, ni mucho menos, me parece un intento real de acercamiento con honestidad; pero es una tentativa fallida en buena parte por las necesidades dramáticas".

En la estilización que realiza el director obligado por su propia lógica narrativa está el problema y en eso tiene razón Beevor. Que Mohnke se preocupe por los ancianos y niños del Volkssturm y por la población civil de Berlin resulta, al menos, un poco inverosímil.

Mohnke estuvo implicado en ejecuciones sumarias de prisioneros de guerra tanto en su servicio en el Leibstandarte como en la Hitlerjugend aunque nunca pudo ser juzgado por falta de pruebas y chirría un poco que el que fuera uno de los primeros oficiales de la guardia de Hitler que montó guardia en la Cancillería y su último responsable, estuviera demasiado preocupado por las bajas civiles y el sufrimiento del pueblo berlinés. Simplemente no acaba de cuadrar: era el mismo oficial que pudo contemplar la sangría de jóvenes de la quinta del 26 de la Hitlerjugend y no se puede decir que la impidiera precisamente.

Es evidente que no todos los oficiales de las Waffen-SS eran criminales de guerra ni sádicos asesinos. Muchos fueron, simplemente, soldados. Y algunos de ellos experimentaron, seguramente, genuina compasión hacia las víctimas civiles. Quizás eso era uno de los aspectos que quería mostrar Hirschbiegel. Pero, en su estilización, escoger a Mohnke no es una decisión afortunada.

¿Y qué decir de Fegelein? Por lo que sabemos, la pintura de Hirschbiegel de hombre mundano, altruista y escéptico, se aviene poco con los testimonios de aquellos que le conocieron y con los datos contrastados de que preparaba su fuga a un país neutral llevándose consigo grandes cantidades de dinero y joyas. Que en 1945 debía haber algún alto oficial nazi que pudiera comportarse como Fegelein es muy probable. Que estuviera en la Cancillería, al lado de Hitler, resulta poco creíble.

Y, finalmente, tiene razón Beevor cuando critica que la estética de la película obvia los detalles sórdidos y la realidad prosaica del fin del líder nazi y se toma la caída del régimen como la propia jerarquía nazi quiso vivirla: como una Götterdämmerung. La seriedad del rito funerario (todos los asistentes a la incineración del cadáver de Hitler con el brazo en alto, serios), el ritmo de su construcción narrativa, la recreación del ambiente...

Es una concesión a la literaturización nacionalsocialista de su existencia. Y para ello sólo cabe recordar que el concierto de despedida de la Filarmónica de Berlin se tocó el final de La caída de los dioses por deseo expreso del gran escenógrafo de ese espectáculo teatral que era el Reich, Albert Speer:

"Aquel concierto de despedida se celebró el 12 de abril de 1945. por la tarde. En la sala de la Filarmónica, sin calefacción, sentados en los asientos que habían traído consigo y con el abrigo puesto estaban todos los habitantes de la ciudad amenazada que se habían enterado de aquel último concierto. Los berlineses se llevaron sin duda una sorpresa, ya que aquel día, por orden mía, se suprimió el corte de corriente habitual a aquella hora, a fin de que pudiera iluminarse la sala. Para la primera parte, elegí la última aria de Brunilda y el final de El crepúsculo de los dioses; un gesto patético y melancólico a la vez ante el final del Reich". (Albert Speer, Memorias, trad. de Angel Sabrido, p543).